El economista y debutante en la ficción presenta ‘El viudo’ (NdeNovela), una novela que nace de la ironía y la experiencia personal en el mundo corporativo para abordar la pérdida, la ambición y la desconexión emocional

Luis Díaz de Bustamante:
“Todo lo que no sea una enfermedad o un dolor real debería tomarse con más calma”
Ya es una realidad El viudo, tu primera novela. Desde el momento en que te sientas ante un folio en blanco hasta ver el libro publicado, ¿cómo ha sido ese camino?
Ha sido un camino fundamentalmente novedoso y divertido. Al principio, la idea no era escribir sobre un viudo. Siempre he sido muy lector y creo que quienes amamos la lectura en algún momento sentimos que quizás podemos contar una historia. Yo quería hacer algo en tono de comedia, como Bridget Jones, pero desde el punto de vista masculino. Una mirada irónica sobre los desafíos y contradicciones del mundo de las multinacionales, que es el que conozco mejor.
Pero un día, en la playa, hablando con el abuelo de un niño con el que jugaba mi hija, me cambió el enfoque. Le conté mi idea y me dijo: “Eso es aburridísimo. ¿Por qué no haces que tu protagonista sea viudo? Nunca he leído nada sobre viudos”. Esa frase me marcó. A partir de ahí, cambié toda la novela.
¿Qué te atrajo de ese giro hacia la viudez como eje narrativo?
Me pareció que abría la posibilidad de explorar algo mucho más profundo. ¿Hasta qué punto alguien puede estar tan centrado en su trabajo como para ocultar —o negar— una pérdida tan trascendental como la muerte de su pareja? El personaje se convierte así en alguien atrapado en esa obsesión por escalar profesionalmente, mientras arrastra una tragedia personal. Pero mantuve siempre el tono irónico, porque si desde el principio me hubiese centrado solo en la pérdida, habría salido una novela mucho más triste.
Tienes una amplia trayectoria en el mundo financiero. ¿Cuánto de realidad hay en el universo laboral que describes en la novela?
Muchísimo. No quería hacer un libro revanchista, ni mucho menos. Estoy agradecido al mundo de las multinacionales, donde he crecido profesional y personalmente. Pero es cierto que en esas estructuras existe una tendencia muy fuerte a la desconexión afectiva. Aunque hoy se hable más de conciliación o capital humano, una empresa sigue siendo una cuenta de pérdidas y ganancias.
En ese modelo, el éxito se mide por ascensos, salario, estatus. Y cuando recorres ese camino, sí, obtienes gratificaciones, pero también puedes dejar de lado cosas fundamentales: relaciones, cuidado personal, vínculos familiares. Mi generación —tengo 42 años— creció con esa lógica. Y eso está muy presente en el libro.
¿El protagonista refleja parte de tu experiencia personal?
En parte, sí. Yo no he pasado por la viudez, afortunadamente, pero sí me identifico con ese perfil ejecutor, el de quien sigue adelante aunque esté en shock. Eso es muy propio de quienes trabajamos en entornos muy exigentes. El personaje decide continuar como si nada después de perder a su mujer. Esa es la paradoja que quería explorar: cuando la vida te lanza algo que no se puede procesar a golpe de productividad.
A pesar del tema, la novela no tiene un tono triste.
Exacto. Eso fue una decisión consciente. Me siento más cómodo en el humor, en la ironía. Creo que es una forma muy poderosa de contar verdades. Aunque haya dolor de fondo, el tono es ligero, divertido, cínico a veces. Es una forma de conectar sin resultar moralizante o dramático.
El protagonista no tiene nombre. ¿Por qué?
En parte fue una decisión práctica: no encontraba un nombre que me encajara. El mío me parecía demasiado atrevido, sobre todo firmando una primera novela en primera persona. Pero luego vi que tenía sentido mantenerlo así, sin nombre.
Me acordé de una anécdota de cuando empecé a trabajar en una Big Four: nos decían que al enviar un email, aunque firmaras con tu nombre, no hablabas por ti, sino por la compañía. Esa idea de “tú no eres tú, eres parte del todo” se me quedó grabada. Y pensé: este personaje ya ni siquiera existe como individuo. Es alguien absorbido por su vida profesional hasta el punto de perder la identidad. Así que todo encajó.
Más allá del mundo financiero, la novela plantea una reflexión sobre lo que entendemos por éxito. ¿Crees que eso trasciende a otros ámbitos?
Totalmente. La idea de que el éxito se mide por cuánto subes o cuánto ganas está en casi todas las profesiones. Y muchas veces eso te desconecta de lo verdaderamente importante: las personas que te rodean, tu salud mental, tus emociones. El libro exagera esa desconexión para mostrar lo absurdo al que se puede llegar.
¿Y cómo ha sido la experiencia de escribir y publicar esta novela, viniendo de un mundo tan distinto como el financiero?
Ha sido una experiencia increíble, aunque muy solitaria. Escribir es estar muchas horas dándole vueltas a algo que los demás no ven. Estás en tu mundo. A veces ni tu pareja te aguanta. Te obsesionas. Ves un atrapasueños colgando del retrovisor del coche de delante y piensas: “Esto es lo típico que al viudo le sacaría de quicio”. Estás en otra dimensión.
Pero también ha sido un camino muy gratificante. No venía del mundo literario, siempre me acerqué como lector, así que publicar ha sido una alegría. Y sobre todo, una forma de cerrar ese proceso de contar una historia que sentía que tenía que salir.
“Con esta novela quería dar voz a un hombre reflexivo y cuestionar la masculinidad que evita el dolor”
¿Crees que estamos un terreno abonado a que seamos workaholics?
Bueno, yo creo que al final esto no va de culpables ni de víctimas. Vivimos en un sistema en el que el dinero ocupa una posición central en nuestras vidas. El dinero es una herramienta, pero es una herramienta peligrosa, porque es muy fácil caer en la tentación de pensar que amasándolo —igual que el estatus— vas a lograr algo parecido a la felicidad.
Los que nacimos a finales de los 70 o en los 80 crecimos con una imagen muy marcada del éxito. Recuerdo referencias cinematográficas como El lobo de Wall Street, La hoguera de las vanidades, o ese ejecutivo con zapatófono y diez secretarias. Incluso en American Psycho, a pesar de ser un psicópata, hay un retrato de esa imagen del triunfo.
Dicho esto, también creo que cada vez somos más conscientes de que si solo te centras en eso, te dejas de lado a ti mismo y todo lo que tiene que ver con tus relaciones personales, ya sean sentimentales, familiares o de amistad.
Ahí el COVID marcó un antes y un después. Yo vengo de la antigua escuela, en la que un buen día era llegar a casa a las ocho y media de la tarde. Pero claro, eso significa perderte a tus hijos, no ver a tu pareja, renunciar a hacer deporte o tener tiempo para ti. La pandemia nos enseñó que se puede trabajar sin presencialidad, que lo importante es la concentración, no fichar.
Ahora bien, las empresas tienen sus objetivos y una cuenta de pérdidas y ganancias. Y a veces esa exigencia no encaja con tu momento vital.
No hay un sistema perfecto. Yo me sigo identificando con este sistema porque me permite viajar con mis hijos, pagarles una educación, compartir cosas... Y todo eso pasa por ganar dinero.
Ahora, si me preguntas si haría todo lo que hace el personaje del viudo, la respuesta es no. Hay un punto en la vida —quizás en los cuarenta— en que empiezas a ver a tus padres envejecer, a sufrir pérdidas inesperadas, y te das cuenta de lo frágil que es todo. Te planteas si realmente merece la pena estar enfadado por la tontería que ha dicho tu jefe o tu compañero.
Hay que hacer mucho autoanálisis: dónde estás, hacia dónde vas y qué te estás perdiendo en el camino. Porque puedes tener mucho dinero o estatus y estar vacío por dentro.
También pienso en toda esa gente que ha tenido que irse a vivir fuera, a Budapest o a Chile, para prosperar. Me parece admirable, pero también duro: perderte a tus padres, a tus sobrinos, tus raíces.
Creo que tanto hombres como mujeres tenemos que buscar un equilibrio entre confort material y bienestar emocional. Porque, al final, la vida es una, y termina. Lo que no quiero es llegar a los 100 años y darme cuenta de que me he perdido todo por estar atrapado en frustraciones económicas o profesionales. Lo importante es relativizar: todo lo que no sea una enfermedad o un dolor real, debería tomarse con más calma.
Afortunadamente hablamos más de salud mental. ¿Crees que en algún momento la masculinidad dejará de huir del dolor emocional, como hace precisamente el viudo?
Sí, creo que sí. Una de las cosas que me interesaban del libro era justo eso: mostrar una nueva forma de masculinidad. No hay mucha literatura reflexiva escrita por hombres.
Yo no creo en etiquetas como “literatura masculina” o “femenina”. De hecho, uno de los libros que más he disfrutado es El diario de Bridget Jones, que es de los más etiquetados como “literatura de chicas”.
Pero sí es cierto que los hombres de mi generación fuimos educados para no hablar de lo que sentíamos. Incluso cuando tenías la necesidad, los grupos masculinos no facilitaban esos espacios.
A lo mejor con un amigo íntimo, en un viaje, te abrías un poco, pero no era lo habitual. Socialmente se ve más aceptado que las mujeres se abran emocionalmente.
Eso está cambiando. Creo que ya no se ve como una falta de masculinidad reconocer una vulnerabilidad o hablar de los sentimientos.
Mi generación —entre los 35 y 50 años— es una generación bisagra. Yo tengo un hijo y una hija, y los he educado exactamente igual. Me decepcionaría conmigo mismo si mi hijo no se abre conmigo por el hecho de ser niño, porque significaría que no le he transmitido suficiente seguridad para hacerlo.
Al final, los sentimientos son universales: amor, tristeza, angustia... Da igual si una mujer lo expresa llorando y un hombre pegando una patada a la pared. Es la misma emoción.
Con esta novela quería dar voz a un hombre reflexivo, mostrar las inquietudes y contradicciones de mi generación. No con la pretensión de hacer una “novela generacional”, que no me gustan esas etiquetas, pero sí que quería poner en valor esa voz.
El personaje del viudo es impresentable, sí, pero lo único que hace con sentido común es contratar a un terapeuta... al que encima le miente. Me hacía gracia ese punto tan masculino de “no, no pasa nada”, cuando por dentro estás destrozado y lo único que quieres es abrazar a tu madre y meterte en la cama como cuando eras niño.
“El éxito profesional puede vaciarte por dentro si olvidas lo esencial: la salud mental y los vínculos”
¿Tenías claro desde el principio que sería un diario?
Sí, tenía claro que quería usar el formato diario. Me gustaba mucho El diario de Bridget Jones y me apunté a la Escuela de Escritores de Madrid cuando decidí que quería escribir.
Aunque ya tenía cosas escritas, quería que me enseñaran el oficio. Al tercer día nos pidieron que empezáramos un diario para coger el hábito de escribir cada día.
En pleno COVID, no se podía hacer mucho, así que empecé a imaginar qué haría un tipo en su día a día: ir a nadar, llevar a los niños al cole, coger el coche...
Vi que funcionaba. Escribir un diario es muy fluido. Pero claro, escribir un diario con 40 años... me parecía un poco ñoño. Entonces pensé: ¿qué excusa puedo dar para que un adulto escriba un diario?
Y ahí apareció la figura del terapeuta. Me gustaba la idea de que el protagonista mintiera: que diga que no va a escribir el diario porque no lo necesita, pero en realidad lo escribe cada día.
Eso me permitió explorar una parte más íntima, reflexiva, sin pretensión de estar escribiendo una novela. Esa sinceridad que a veces solo aparece cuando estás contigo mismo frente a una página en blanco.
¿Te ves continuando con tu trayectoria literaria después de este primer libro?
Absolutamente. Ya no concibo mi vida sin escribir. Mi mayor sueño sería poder dedicarme en exclusiva a la escritura, vivir de ello. No sé si será posible, porque sé que es muy difícil —me consta—, pero ahora mismo tengo la necesidad de escribir. Creo que, una vez empiezas, ya no puedes volver atrás.
Mi forma de ver el mundo ha cambiado, y eso también lo nota mi familia: me dicen que me he vuelto muy “soportable”, como en plan irónico [risas], y yo les digo: “Pues sí, pero es que esto es parte de mí y no puedo darle la espalda”. Estoy disfrutando muchísimo de esta etapa, para mí es un sueño hecho realidad.
Y claro que quiero seguir. Quiero seguir explorando registros, seguir escribiendo. Me parece que es el oficio más bonito del mundo. Además, viniendo del mundo de las finanzas, tengo claro que en algún momento me jubilaré de esa parte —no sé si será en la empresa donde estoy ahora o en otra—, pero incluso si tengo que trabajar hasta los 92 por cómo está el mundo, no quiero haberle dado la espalda a esta otra parte de mí.
Creo que las personas tenemos muchos registros. Una cosa es cómo te ganas la vida, otra cosa es lo que eres, y otra lo que sientes. Y la escritura para mí es eso: algo que me conecta con lo que soy y con lo que siento.
Y lo bueno es que puedo seguir escribiendo incluso con 95 años, aunque esté ya diciendo: “Estoy agotado, los coches vuelan, la gente ya no habla porque una inteligencia artificial se comunica por nosotros...” [risas]. Pues incluso en ese escenario, yo seguiría escribiendo y contando historias desde mi perspectiva, y quizá a alguien le interese. Así que sí, la respuesta es sí: quiero seguir escribiendo siempre.